Erase una vez que se era, un
marinero que después de haber surcado los siete mares, Ya había adquirido toda
la experiencia que de un hombre como él se esperaba. Había vivido aventuras y paseado
por delante de la muerte en suficientes ocasiones como para sentirse a gusto
con el navegar de su vida. Pero si la vida continúa es porque tiene algo más
que mostrarnos…
Su última gran aventura, el
hundimiento de su propio barco, le había dejado anclado en tierra. Molesto,
acalorado y hasta preocupado por la suavidad de su piel ausente de las brisas
salinas. Estaba como gato encerrado, sin saber qué hacer. No es que tuviera
muchas ocupaciones en las grandes travesías de las que estaba acostumbrado, pero
si había algo en el movimiento del mar, en la brisa constante, en la monotonía
del horizonte, que le hacía experimentar sus largos momentos en balde desde un
mundo en el que el tiempo se contaba de otra manera.
Como iba diciendo, la realidad de
la que ahora era protagonista iba por otros derroteros. Aquí sí que el tiempo
era sólido, tedioso y omnipresente. Los días eran largos y tenían un componente
de espera, de no se sabía qué, que dificultaba la reflexión, el disfrute del
momento, de cada uno de ellos, y todo estaba bañado de una sensación de
ansiedad que no dejaba salir del cuerpo para irse a reunirse con su propio yo.
La casa no se movía, por lo que
su cuerpo era más presente. Las ventanas no suplían ni de luz ni de viento
suficiente; era como estar en una caja cerrada. La comida no tenía el
componente fresco de saber que había estado vivo hasta sólo hace un rato atrás.
Es así como se encontraba fuera de lugar de su yo. Fuera de lugar también de su
escenario de vida. Arrancado del propósito de su existencia.
Como todos sabemos la vida tiene
un componente de injusticia, sobre todo cuando hablamos de dinero o de
posibilidades. Hasta la persona más alejada de su vida, alguien que no le
hubiera visto nunca, sabía que un hombre como él se merecía un nuevo barco; una
nueva herramienta de trabajo, en su caso de vida. Cabe la posibilidad que el
universo le diera la oportunidad de navegar bajo otro barco, con nuevas normas,
capitanes, compañeros; pero la vida era tan injusta que lo había, aun así,
descartado por su edad, esa que en alta mar no había ido contando años, pero
que delante de una de las ventanillas de la oficina de trabajo no le dejaba la
posibilidad de pedir clemencia. Estaba en el reino del tiempo sólido donde los
años se habían reunido todos juntos para balancear otro tipo de justicia.
¿Dónde estaba la gente?, tampoco
hacía tanto que la pasarela había dejado atrás esas caras conocidas al izarse.
Estaba claro que ese gesto había sido duro e incluso definitivo. Yo aquí, ellos
allí, pero estaba de vuelta. Igual que él había estado en un barco, esas mismas
caras conocidas habrían permanecido en el pueblo; ambos en su sitio, ambos
viendo pasar el tiempo, ambos, porque no, ahí esperando para la vuelta. El caso
es que parecía que la vuelta sólo le concernía a él. Los demás parecían no
haberlo acordado de la misma manera.
Todavía no sabía si era un
castigo, una consecuencia de su ausencia, una venganza o por cansancio a no
haber tenido noticias, visitas o ensoñaciones de su alma saludando a sus seres
más allegados. El caso es que nadie le esperaba. Como iba diciendo la casa se había quedado
oscura, silenciosa y vacía. También llena de polvo de óxido y de vida salvaje
en miniatura.
Por todo lo explicado antes, no
quedó otra que empezar una nueva vida, no deseada, más densa, más lenta y
aunque paradójicamente, de momento, más solitaria.